mardi 27 décembre 2011
PuelMapu: La doble cara de Benetton
Publicita desde sus empresas el combate a la intolerancia, pero el magnate es amo y señor de un pueblo de Chubut. La investigación que revela el plan para desalojar familias mapuches mientras se apropia de ríos, rutas y tierras.
Por Gonzalo Sánchez / Revista El Guardian
Fuente: www.avkinpivkemapu.com.ar
Entre 2005 y 2011 hice por lo menos siete viajes a esa localidad que parece haber sido abandonada en el medio dela estepa. La primera vez que visité El Maitén fui guiado por el presidente de la Compañía de Tierras del Sud Argentino Limitado, Diego Perazzo, es decir, el hombre que administraba y conducía los negocios agropecuarios de Benetton en el país. Entonces pude descubrir cómo operaban los italianos sobre la inmensidad de la planicie austral. Perazzo no quería referirse al conflicto que la Compañía de Tierras mantenía con la comunidad mapuche Curiñanco Nahuelquir por el control de un predio de 535 hectáreas, el predio Santa Rosa. Pero sí quería hablar sobre sus niveles de producción, sofisticados y de primer mundo.
Ese millón de hectáreas compradas por ochenta millones de dólares en el amanecer del menemismo estaban repartidas en varias estancias ubicadas en las provincias de Santa Cruz, Chubut, Río Negro y, en muy menor medida, Buenos Aires. Los nombres de cada una eran Cóndor, Coronel, Leleque, El Maitén, Pilcañeu y Santa Marta.
En ellas, me mostraba Perazzo, estaban las ovejas de las que obtenían la lana de mejor densidad posible para confeccionar luego sus prendas en otra parte del mundo. Habían refinado de tal forma los procedimientos que solo contaban con la mano de obra necesaria para llevarlos adelante y los márgenes de rentabilidad eran óptimos. Con la inversión patagónica, Benetton había conseguido lo que muy pocas industrias logran: integrar todas las etapas de la cadena de producción. Engordaban los animales, los esquilaban, obtenían la lana, la enviaban a los secaderos de las ciudades de Rawson y Trelew, despachaban la materia prima a Túnez y Rumania, donde confeccionaban las prendas con costureros de bajo costo, y finalmente distribuían sus productos de calidad en los comercios United Colors of Benetton en todo el mundo. El otro gran negocio lo hacían con la madera. (...)
(...) Toda esa cadena de emprendimientos productivos, naturalmente, se administra desde Buenos Aires. Pero la base operativa desde donde se controla y organiza es la estancia El Maitén. Se trata de un campo de 123.000 hectáreas, ubicado a 130 kilómetros de Esquel, a 170 de Bariloche y a 60 de El Bolsón. Cuenta con un casco principal de estilo inglés y dos secciones llamadas La Burrada y Fitirihuin.(...)
(…) Siguiendo el pálpito de que convenía comprar ovejas y tierras cuando todo el mundo las vendía, los Benetton desembarcaron en El Maitén y comenzaron a operar con estilo benefactor. Sabían de producción agropecuaria, y eso no representaba un inconveniente, pero el gran tema era la construcción de una imagen de buen vecino, de buen patrón –ya que casi todos en El Maitén vivían directa o indirectamente del funcionamiento de la estancia– y de buen actor político: hasta el intendente del pueblo fue empleado de esos campos. Apostaron a la inversión social: reciclaron el gimnasio principal, convirtiéndolo en un mega complejo deportivo, construyeron escuelas de todos los tamaños, bibliotecas, comedores escolares, establecieron un vínculo con la Policía que consistía en abastecerlos de insumos y alimentos, cuando los insumos y los alimentos escaseaban, construyeron destacamentos de bomberos y realizaron cuanta donación estuvo al alcance de su largo y poderoso brazo ejecutor.
Pero ese altruismo no era gratuito. A cambio de esos favores debían existir canales abiertos con los funcionarios locales para resolver los temas inmediatos de la CTSA. A mediados de los años 90, con la Argentina camino a la debacle, con la industria prácticamente fundida y el desempleo en aumento, el poder de Benetton en El Maitén era cada vez mayor. La Compañía de Tierras era, por entonces, la única institución capaz de dar trabajo y con respaldo financiero para resistir a la recesión, y la única usina que producía algún movimiento económico en la zona. (…)
(...) Había otra cuestión central. Por la disposición de la estancia, el pueblo no podía crecer sin pedir permiso a la Compañía, ya que se encontraba arrinconado contra la ruta y los campos del magnate. Esa situación era clave porque Benetton era dueño de tierra productiva y también de hectáreas sin uso con las que años más adelante terminaría haciendo negocios.
Por esa línea viene ahora el relato de Mauricio Espina, docente a cargo de la Biblioteca Popular El Maitén, donación de los italianos. No llegamos a Espina porque alguien nos dijo que teníamos que hablar con él. Llegamos por pálpito, el mediodía siguiente a nuestro arribo. Estábamos dando vueltas por la localidad, tratando de entender sus formas y sus límites, y se nos ocurrió detenernos en la biblioteca. Un maestro siempre es una fuente. Y un bibliotecario también.
Espina estaba acompañado por un docente, que ya había cumplido su horario de trabajo y marchaba a su casa después de una jornada de clases. Nos invitó a pasar, preparó mates y nos preguntó qué andábamos haciendo. Pronto estábamos hablando de Benetton y de la forma en que la Compañía operaba sobre la población local. Espina –de tez canela, petiso, cabezón, de voz pausada y clara– se nos revelaba como un personaje combativo, a pesar de que estaba trabajando en un edificio que había sido íntegramente donado por el grupo italiano. No tenía miedo a nada, porque sencillamente no había nada que temer.
–Esto fue siempre así. Ellos donaron la totalidad de la biblioteca y con eso obtienen un salvoconducto para todo lo demás. Donan por acá, piden por allá. Por ejemplo, a la Policía le llevan la carne y se garantizan más custodia y protección frente a hechos de robo de ganado. También construyeron el gimnasio del pueblo y entonces consiguen alguna concesión de la municipalidad. No hay que olvidar que Benetton sigue todavía midiendo sus campos porque sus superficies no están del todo claras. Siempre necesitan mensurar algo más. Y por ejemplo, cortar una ruta. Porque como sus campos llegan hasta cierto punto geográfico, negocian con el gobierno y deciden todo.
Espina fue llegando a una historia que ilustra con precisión por qué Benetton es la ley en esa zona de la Argentina donde los alcances de la ley son relativos.
Dos años atrás, la Coalición Cívica había pedido al gobierno de la provincia de Chubut que explicara los motivos por los que el grupo italiano Benetton se había apropiado de un tramo de quince kilómetros de una carretera provincial. Es decir, por qué Benetton había cerrado una ruta, dejando a los pobladores con una vía de salida menos para el pueblo. (…)
Según la denuncia, los Benetton se apropiaron del último tramo de la ruta provincial 4, prohibiendo el acceso de particulares al río Chubut y al pueblo El Maitén.
Los diputados enriquecieron su presentación con un video en el que mostraban imágenes de unos chicos andando en bicicleta por la zona hasta que se topaban con el alambrado que la multinacional colocó en el perímetro de una parte del río al que desde ese momento se le llamaba irónicamente río Benetton.
Ahora el viento nos golpeaba, pero peor era no poder pasar. Estábamos detenidos frente al río Benetton y el alambrado homónimo, con el amigo Espina como guía de lujo. La ruta, podíamos palparlo, estaba definitivamente cortada. Un camino que no lleva a ningún lado es la metáfora mejor lograda de la impotencia: un corte bruto que desemboca en cierta idea del poder aplicado a gusto y sin límites. Mauricio Espina caminaba de un lado a otro, cruzaba la ruta, iba y venía, explicando que un día fue así, que aparecieron los alambrados, y si El Maitén tenía dos salidas, ya no. Espina volvía de nuevo hasta los alambrados. Miraba hacia el infinito. Respiraba. Se indignaba. No podía comprenderlo. Advertimos que desde lejos nos estaban observando. Le dijimos a Espina:
–Nos están mirando desde aquella casa.
–Eso es un puesto de Benetton. Pero no van a venir. Porque no actúan así. No van a decirnos nada a nosotros. En todo caso, van a dar aviso a la Policía y ellos vendrán a preguntarnos qué estamos haciendo. Porque toda la Policía acá está a disposición de ellos, a cambio de los sesenta kilos de carne que le dan por mes a cada efectivo.
–Y este camino, entonces, ¿por qué fue cortado?
–Se presume que fue un intercambio entre el gobierno de Chubut y la CTSA. Como el Estado necesitaba un pedazo de tierras de las estancias de Benetton para completar un tramo de asfalto de la ruta 40, los italianos le dijeron OK, es tuyo, pero cerrame esta ruta, que por ahí se me escapan el agua y el ganado. Desde luego que pudo haber sobornos.
Espina hacía catarsis. Parecía haber encontrado dos personas que por vez primera le regalaban todo el tiempo posible para escuchar sus ideas acerca de una situación que le tocaba vivir y que le producía indignación. Siguió:
–¿Ustedes creen que alguna vez más vinieron a preguntar si la biblioteca necesitaba algo? No les interesa…
Espina hizo un silencio largo, volvió a ir y venir de un lado a otro de la banquina, y agregó:
–Acá hay un tema de fondo mucho más delicado del que nadie habla: ese tema es el agua. Hoy hablamos de la tierra, pero acá el asunto es el agua y Benetton ya controla los canales de riego y el discurrir del río que utiliza toda la localidad. El Maitén, definitivamente, es de Benetton.
Ya fue dicho: en este pueblo de bordes comprados todos trabajaron alguna vez para el gran patrón y ahora lo íbamos comprendiendo. En una de nuestras paradas, el dirigente indígena Mauro Millán, desde un estudio de radio de El Maitén, lo había ilustrado:
–Todos trabajaron acá para la Compañía. Benetton tiene más capacidad de control que el propio Estado. Una cuestión que se intensificó cuando comenzó el conflicto con los mapuches. Todos tienen un pasado en común con la Compañía. Hasta mi propia madre trabajó en la Compañía. Pero eso, ¿qué significa? Que desde hace mucho tiempo en esta zona la gente viene dependiendo del latifundio.
Dar vueltas, una idea interesante para el tiempo muerto entre cada una de las entrevistas pautadas. Observar las caras, conversar con esa chica que nos atendió durante el almuerzo en uno de los dos salones abiertos para comer. El día con Espina había sido productivo y con tiempo de sobra–eran las cuatro de la tarde–; le propuse un juego a Maldavsky: comprobar hasta qué punto era cierto aquello de que todos habían trabajado alguna vez para Benetton.
Detuvimos el auto en la primera casa que apareció y otra vez el viento, los perros y la mirada de unos niños montados en viejas bicicletas nos acompañaron, en una bienvenida silenciosa pero evidente. Golpeamos en esa casa de cuatro paredes y poco más, donde un hombre pasaba el tiempo sentado con la mirada hacia abajo, en una banqueta, junto a la puerta de entrada.
–Sí –fue lo primero que nos dijo el gaucho de piel reseca, cara chupada, voz baja, ya los años entrados–. Alfonso Huenilao–se presentó–, a sus órdenes.
Después Huenilao recordó que con los ingleses era mejor, que había bife y asado y se compartía más, y que cuando llegaron los Benetton todo se puso más áspero y se acabó hasta el café.
–Se terminó todo –dijo–, no hubo más asado, no hubo café. Había que esperar hasta el mediodía para poder comer. Se terminó todo. Aparte que cuando estaban los ingleses había mucho personal y después cuando vinieron estos Benetton, eliminaron mucho personal. Quedaron pocos.
Cuando los Benetton llegaron al Sur, en la Patagonia conquistada comenzó el tiempo del corporativismo. Con todo lo que ello implica.
La hora del gigante
Varios meses antes de que comenzara a discutirse la ley de tierras en la Argentina, el lunes 1º de marzo de 2011, una noticia inesperada modificó mi plan de trabajo. Pero eso podía remediarse. Lo que realmente se complicaba era la situación de los integrantes de la comunidad mapuche Santa Rosa, Atilio Curiñanco y Rosa Nahuelquir.
Ese día, en un fallo que contempló todas las variantes del derecho civil, pero ninguna del derecho aborigen, el juez Omar Magallanes, titular del juzgado de ejecución de Esquel, fijó un plazo de diez jornadas para que la comunidad Santa Rosa Leleque desalojara el predio de 535 hectáreas por el que mantenía una disputa con el grupo italiano Benetton. (...)
(...) El conflicto jurídico entre los mapuches y la familia italiana nunca se había detenido, pero había perdido intensidad mediática y, a pesar de que continuaba rodando sin pausa sobre los lentos engranajes de la justicia de Chubut, para los medios de comunicación, tiranos a la hora de elegir qué es noticia y qué no, había perdido interés. Salvo honrosas excepciones –como el caso del diario Página/12 que, a través del cronista Darío Aranda, siempre se ocupó de la historia como lo hace también con todo lo vinculado a la megaminería–, a nadie le interesaba ya consignar lo que acontecía más allá del kilómetro 2300 de la ruta nacional 40. Ese reclamo mapuche es por el 0, 05% del total de la tierra que Benetton posee en la Argentina.
La realidad, ahora, volvía a golpear duro. Aunque, al menos en la zona, se veía venir. A fines de 2010, los abogados de la comunidad Santa Rosa Leleque habían presentado un recurso de casación y otro de inconstitucionalidad con el objetivo de que la Justicia se pronunciara por la suspensión del juicio. Por su parte, el abogado de la compañía, Martín Iturburu Moneff, había presentado un interdicto para recuperar la posesión. Se esperaba que una vez concluida la feria judicial de enero, el Tribunal expresara su parecer sobre la cuestión. Pero la corporación contó con apoyos extra.
A principios de febrero los estancieros de Chubut iniciaron una campaña pública y mediática contra las comunidades Mapuche-Tehuelche que, al igual que Santa Rosa, también habían recuperado tierras. Los terratenientes exigían a la Justicia, a través de diarios y radios, tener en cuenta el sagrado derecho civil: la propiedad privada.(…)
(...) Mientras tanto, Rosa Nahuelquir ya no dormía tranquila: escuchaba noticias alarmantes a través de la radio y percibía que algo malo podía suceder.
La historia, esa lucha de David contra Goliat, lleva casi diez años: una década de resistencia, desencuentros, injusticia y construcción de identidad. Rosa y Atilio ya no son los mismos. Quienes los rodean tampoco. Ahora los observo, mientras tomamos mate en la casa que han levantado frente a los campos de Benetton, y adivino en ellos las marcas del paso del tiempo, las huellas que el compromiso ha dejado en sus rostros y en sus formas de expresarse. Los conocí en 2005, en su casa de mampostería de las afueras de Esquel, donde se las arreglaban como podían para subsistir a duras penas. Por aquel entonces, la historia había alcanzado sus ribetes más duros y dramáticos. Se había producido la primera recuperación del predio, la que les hizo ganar fama mundial, y ese proceso había desembocado en el primer desalojo: un destierro violento llevado adelante por las fuerzas policiales locales.
Después había ocurrido el suceso extraordinario. Aquel viaje a Roma para una reunión cara a cara con Luciano Benetton. El encuentro, que había sido promovido por el Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, resultó un fracaso.
El magnate ofreció tierras en otro sitio, un oasis en medio de la meseta chubutense llamado “Piedra Parada”. Pero los mapuches lo rechazaron: el reclamo era por Santa Rosa y no por otro lugar. El diálogo se fracturó y la cumbre de Roma quedó reducida a una anécdota estéril y sin frutos. El viaje había servido para poner el conflicto en la primera plana de todos los diarios del mundo y en ese sentido el que perdía era Benetton. Pero los mapuches tampoco consiguieron aquello que fueron a buscar y se volvieron con las manos vacías. El empate no le convenía a nadie.
Rosa y Atilio me contaron en primera persona toda aquella experiencia que había servido para muy poco. Me mostraron el álbum fotográfico de aquella gira y los videos registrados durante los encuentros posteriores a la cumbre, con organizaciones sociales del Viejo Mundo.
Sin embargo, se sentían incompletos. Habían perdido la batalla y parecía no haber vuelta atrás. Con esa idea, dejé la casa de aquella gente y hasta ahí llegué con el relato a la hora de cerrar la primera parte de mi investigación sobre el caso.
La lucha, sin embargo, prometía nuevas escalas. Poco más de un año después, los mapuches hicieron valer aquella condición que los describe como pueblo fuerte y guerrero. Apoyados por grupos militantes de la región y, sobre todo, por miembros de otras comunidades procedentes de Río Negro, Neuquén y Chile, Rosa y Atilio volvieron a Santa Rosa.
No tocaron un solo alambrado ni rompieron tranqueras. No llevaron adelante ninguna acción violenta que hubiera dado pie para que los acusaran de vandalismo e intromisión.
Una bandera mapuche se levantó la mañana del 14 de febrero de 2007 en el territorio recuperado y entonces comenzó otra etapa en esta larga lucha reivindicativa.
Esta vez, la comunidad operó con audacia y velocidad, siguiendo al pie de la letra la receta escrita por sus asesores legales.
Levantaron una ruca (casa) rápidamente, mientras sus abogados hacían valer los recursos que ahora estaban a su alcance. Principalmente, la ley 26 160 de emergencia indígena.
Los abogados de la Compañía de Tierras del Sud Argentino Limitado no respondieron, esta vez, con ferocidad. Se vieron, inesperadamente, en una encrucijada jurídica. El gobierno provincial tampoco actuó. Se garantizó que no habría violencia ni destierro y que los mapuches podrían seguir allí mientras se resolviera ese conflicto sin síntesis, sin conciliación posible ni aparente.
Una cierta prosperidad, una calma superficial, dio lugar a un tiempo sin sobresaltos, y la vida se organizó en Santa Rosa. La comunidad se consolidó sobre el territorio ancestral: volvieron los animales y las actividades de subsistencia. Atilio levantó un galpón para que durmieran sus ovejas y un invernadero más lejos, detrás de la cabaña principal. La ausencia de luz eléctrica siguió siendo una complicación, pero a pesar de eso se las fueron arreglando para organizar las tareas. Sobre los cercos del predio se colgaron dos extensas banderas color verde que todavía proclaman “Fuera Benetton. Territorio Mapuche Recuperado”. Así llegamos hasta nuestros días.
(*) Periodista, autor de La Patagonia perdida y del best seller La Patagonia Vendida
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